Segundo año

sábado, 15 de agosto de 2020

Niños mineros en Cerro Rico. Bolivia Relato de una niña

  • Texto para continuar investigando 2° año "Relato de una niña minera"
  • Mineritos. Niños trabajadores en las entrañas de Bolivia

    Profesora: Adriana N. Abbattista  E.S.S N°9
    Texto adaptado por la docente para el trabajo aúlico.
    El material completo lo pueden leer en el siguiente enlace:



     















    Pausa a 45 grados. Los mineros mascan coca y beben alcohol puro durante un descanso subterráneo en las minas de Llallagua.

    "Hacia las seis de la tarde....salen de las bocaminas, ....diez mil mineros bajando como hormigas por las laderas del Cerro Rico hacia la ciudad de Potosí".


    Los miedos
    Abigaíl tiene miedo de los pasos angostos, los dolores, la silicosis, los mineros borrachos. Y sobre todo, tiene miedo del hambre.
    En un pedregal a 4.300 metros de altitud, en la caseta de adobe donde vive con su familia, Abigaíl Canaviri se calza el casco, la lámpara frontal y las botas de goma.

     Esta niña de catorce años espera a que salgan los mineros para entrar a trabajar toda la noche bajo tierra.

    Derrumbes

    El peso de la montaña descansa sobre vigas combadas, roídas, puestas hace tiempo. Las muertes por derrumbes son frecuentes.
    El Cerro Rico es un montañón despellejado, alcanzaba los 5.200 metros de altitud cuando llegaron los colonos españoles y ha menguado hasta los 4.700. Durante cinco siglos la han perforado, socavado, dinamitado y triturado, le han roído 90 kilómetros de túneles, pozos y ramificaciones en las entrañas, quizá 200, quizá 500 kilómetros. Le arrancaron 15.000 toneladas de plata pura, quizá 30, quizá 50.000 toneladas; hoy le siguen sacando tres millones de kilos de rocas al día para obtener estaño, cinc y plata. La montaña es un cascarón mineral cada vez más hueco, las laderas se derrumban aquí y allá, y los potosinos temen el día del colapso final, el hundimiento apocalíptico que culmine la historia del Cerro Rico: en sus entrañas yacen los huesos, o el polvo de los huesos, de docenas de miles de mineros. La montaña que devora hombres, la llaman.


     Los supervivientes de hoy bajan caminando o apiñados en camiones a la   ciudad, extendida en una meseta a 4.000 metros, con las iglesias   alzando  torres barrocas...
     Y a las ocho, cuando ya van saliendo los últimos hombres de la   mina, Abigaíl entra por una bocamina angosta. ...," siempre pisando los raíles de las vagonetas para no hundirse en el fango anaranjado, ... estirando el brazo derecho para palpar metro a metro la roca viva, agachándose cada poco para no golpearse con las vigas podridas que todavía apuntalan la galería... Así camina por los bronquios del Cerro Rico, respirando miasmas calientes, pegajosos, saturados de sílice, asbesto y arsénico, abriendo en la oscuridad una cuña de luz con la lámpara de su casco.
    Avanzar “como lagarto”. En el fondo del túnel, a 1.500 metros de la superficie, le esperan las rocas arrancadas por los mineros durante el día. A veces con la ayuda de su madre, casi siempre ella sola, amontona las piedras en una vagoneta y la empuja por los raíles hacia el exterior. La carga ronda los trescientos o los cuatrocientos kilos. “Cuando empecé con doce años, se me hacía muy pesado”, explica. “Ahora ya me voy acostumbrando. Pero siempre es muy cansado. Hace calor. Y a veces tengo miedo”.
    Abigaíl tiene miedo de que se le voltee el carro, cuando se lanza en los tramos cuesta abajo y ella intenta retenerlo. Tiene miedo de los lugares tan estrechos en los que apenas hay sitio para la vagoneta y ella tiene que agacharse, empujar y avanzar “como lagarto”. Miedo de los dolores en la espalda y los brazos. De la silicosis: un médico le dijo que debe dejar la mina para que no le ocurra como a su papá, que por la noches reventaba en un terremoto de toses, un derrumbe de alveolos, una sacudida de costillas que lo doblaba en dos. Su papá escupía pedazos de pulmón sanguinolentos. Y murió ahogado cuando ella tenía ocho años. Abigaíl también teme que algún minero borracho la viole: dos amigas suyas de doce y trece años ya han tenido bebés por este motivo. Pero le empuja otro miedo mayor: el miedo al hambre. “Hace pocos días murió un bebé en Pailaviri porque no tenía qué comer”, dice. Y piensa en su hermano de cuatro años.
    Durante el día, entre los trabajadores de este submundo también pueden verse adolescentes: golpean la peña con mazo y cincel, horadan la galería con barrenas, insertan cartuchos de dinamita, incluso ayudan a los perforistas, que taladran la pared con martillos neumáticos en medio de un zumbido atronador y una polvareda tóxica que ciega y asfixia. Los chavales más pequeños reptan por túneles minúsculos, donde no cabe un adulto. Meten la cabeza en el hoyo, pasan los hombros y se tumban con el pecho sobre la roca. Reptan apoyándose sobre los antebrazos, arrastrando la perforadora con la mano, acercándose metro a metro hacia una cavidad ardiente. La temperatura suele superar los 60 o 70 grados. Tienen diez minutos para excavar un poco más el hueco, enroscarse sobre sí mismos, girar y regresar arrastrándose al encuentro de sus compañeros y del aire fresco.
    Durante la noche, la mina está desierta. En la oscuridad sólo resuena el chapoteo de las botas de Abigaíl. Puede que en alguna galería lejana un juku rasque rocas. Los jukus (búhos, en quechua) son ladronzuelos nocturnos, casi siempre jóvenes, que excavan túneles clandestinos para llegar a las vetas y robar mineral. Si los atrapan los mineros adultos, es probable que salgan con la cara hinchada, algún diente de menos y varios huesos rotos.
    Abigaíl tarda dos horas en caminar hasta el fondo de la galería y sacar una vagoneta cargada. Repite la operación seis o siete veces. Comienza a las ocho de la noche y no suele terminar hasta las ocho o diez de la mañana. Por ese trabajo de doce o catorce horas nocturnas, la cooperativa de mineros le pagaba 20 pesos diarios (dos euros), cuatro veces menos de lo que cobra un adulto por la misma tarea. Pero desde hace varios meses Abigaíl trabaja gratis. Sus minúsculas ganancias se las restan a la deuda de 2.000 euros que le cargaron a su madre viuda.
    La historia de doña Margarita, la madre de Abigaíl, es la de tantas viudas de mineros: al morir el marido y quedarse sin ingresos, tuvo que abandonar su vivienda y subir con los cuatro hijos a una caseta de adobe en la ladera pelada del Cerro Rico, a 4.300 metros, junto a la bocamina. La caseta es un refugio de seis metros por dos y medio, sin ventanas, cubierto por una chapa de cinc agujereada....donde vive Abigail con su familia. En esta casa comen maíz hervido, papas y arroz. Y acarrean el agua potable desde una cisterna cercana. En eso están mejor que otras familias, todavía acostumbradas a usar las aguas cargadas de metales que fluyen por la ladera.
    Viven aquí, en la canchamina, porque sólo aquí pueden rascar algún sustento. Doña Margarita trabaja de palliri, partiendo rocas con un mazo para seleccionar los bloques más valiosos, barre el polvo de la mina para obtener algunas pizcas de estaño y ejerce de guarda, custodiando las herramientas y la maquinaria de los mineros en un anexo de su caseta. Entre una cosa y otra, gana unos 400 pesos mensuales (40 euros). Pero adquiere un compromiso: se hace absolutamente responsable del material guardado en la caseta, apenas cerrada por una plancha metálica que no encaja en el quicio.
    Un domingo de diciembre de 2008, cuando doña Margarita y Abigaíl regresaban a casa cargando un bidón de agua potable, vieron que alguien había arrancado la puerta. Y que les habían robado tres máquinas de los mineros, valoradas en unos 700 euros cada una. Desde entonces, ambas trabajan gratis para la cooperativa, hasta satisfacer la deuda.
    Para sobrevivir, Abigaíl escamotea algunos pedazos de mineral y los vende a los turistas de Potosí a cambio de unos pesitos.
    Peor que hace cien años. Abigaíl es el eslabón más débil y machacado de un sistema perverso. En Bolivia, alrededor de 5.000 mineros trabajan para la empresa estatal Comibol, otros 9.000 lo hacen para compañías privadas, pero la gran mayoría, unos 45.000, se buscan la vida -y a menudo la muerte- por su cuenta y riesgo.
    El caos empezó en 1985, cuando Comibol, ahogada por las deudas, la ineficacia y la corrupción, despidió a 23.000 mineros y dejó muchos yacimientos sin control. Modesto Pérez es minero viejo, una categoría improbable en Bolivia: “Cuando se quedaron sin empleo, muchos saquearon las instalaciones para vender el material”, recuerda. “Se llevaron los raíles, las tuberías de ventilación, los cables, las máquinas; hasta el último fierro y el último perno se llevaron”. Los mineros despedidos se organizaron en unas mal llamadas cooperativas: cuadrillas de unos pocos socios que arrendan un yacimiento, lo explotan de manera artesanal y sin medidas de seguridad, y obtienen un rendimiento exiguo. Si las cosas van bien, ofrecen trabajo a otros mineros para seguir con la explotación: sin contratos, sin seguros, sin cotizaciones, con jornales que alcanzan para sobrevivir y poco más.
    Y trabajan en peores condiciones que hace cien años, como explica Pérez: “Desde los saqueos, en muchas galerías no hay vagonetas ni raíles; tenemos que cargar los sacos de mineral al hombro y llevarlos andando tres o cuatro kilómetros hasta el exterior. Acá en el socavón de Cancañiri al menos funciona un generador, pero la electricidad falla a menudo, así que nos quedamos sin jaula [el ascensor que desciende a las galerías inferiores] y bajamos y subimos por las escalas, 40 o 60 metros en vertical, cargados con las perforadoras o con los sacos. Es muy riesgoso. Un resbalón y adiós”. La falta de planificación también mata: “Ya no hay ingenieros ni técnicos. Antes se prohibían las zonas peligrosas, las que se podían derrumbar. Ahora cada cuadrilla taladra por donde quiere, arriba, abajo, en diagonal, sin plan. Harta gente muere porque excava sin saber lo que hay encima y se le derrumba la galería. Ayer mismo murió un compañero, Miguel Characayo, aplastado. Como no volvió a casa, bajaron a buscarlo hasta el nivel -250 y allá encontraron un derrumbe. Entre las piedras sacaron su cadáver”. El apuntalamiento de las galerías da escalofríos: el peso de la montaña descansa sobre vigas combadas, roídas, puestas hace demasiados años. “Ya no se cambian”, dice Pérez, “porque ganamos lo justito para sobrevivir y nadie puede gastar dinero en medidas de seguridad. Tampoco podemos reconstruir el sistema de ventilación. Algunos compañeros trabajan en pozos muy estrechos, donde sólo pueden entrar arrastrándose, y como ya no hay bombeo de oxígeno, encuentran una bolsa de gas y se ahogan allá dentro”. A los 59 años, a Pérez no le queda ningún compañero de su edad. Todos murieron aplastados por derrumbes o asfixiados por la silicosis.
    Es difícil que un minero viva más de 35 o 40 años. Cuando muere el padre, la viuda y los hijos quedan al borde de la miseria, se instalan en las casetas de la bocamina y los adolescentes como Abigaíl empiezan a trabajar en las galerías. O en los ingenios exteriores, donde muelen el mineral con enormes quimbaletes manuales (corren el riesgo de aplastarse las manos o los pies, se les hinchan las articulaciones, sufren artritis y tendinitis), concentran el estaño utilizando aguas saturadas de ácidos y xantato (y por las noches sienten clavos incandescentes atravesándoles la cabeza) o acarrean el mineral hasta los almacenes (y quedan doblados por los dolores de espalda). Las autoridades calculan que unos 3.800 niños y adolescentes trabajan en las minas bolivianas, pero según la ONG local Cepromin (Centro de Promoción Minera), los buenos precios actuales del estaño atraen a los adolescentes que quieren hacer dinero y la cifra real de mineritos ronda los 13.000.
    Cómo salir de la mina. Cepromin intenta sacar a los niños del subsuelo. Los acoge en sus centros al pie de la mina, donde los pequeños trabajadores tienen asegurado un desayuno, una comida, un baño de agua caliente y un entorno amable, a salvo del alcoholismo y la violencia que azotan muchas casas. Cuentan con profesoras de apoyo, que ayudan a los niños con las tareas para evitar que se retrasen mucho en la escuela y abandonen los estudios. Los adolescentes reciben formación profesional y algunas familias obtienen microcréditos para poner en marcha pequeños negocios (panadería, mecánica, electricidad, costura, zapatería…). En la ciudad de Llallagua, donde 175 niños trabajaban en la minería, las ayudas de Cepromin consiguieron que casi todos abandonaran esas actividades y siguieran con sus estudios o los compaginaran con empleos más suaves.
    A uno de esos centros acude Abigaíl muchas mañanas. Su empeño es asombroso: cuando sale de la mina, después de trabajar toda la noche, no se mete en la cama sino que acude al centro de Cepromin para desayunar y hacer las tareas del colegio, al que asiste algunas tardes. “Tengo que estudiar para tener una profesión. Es la única manera de sacar a mi mamá y a mi hermanito de la mina”, explica, mientras sorbe un puré de verduras. Con sus manos de minera, curtidas, agrietadas y teñidas por el polvo de estaño, hojea libros ilustrados de Disney y detiene la mirada en los vestidos de Cenicienta o la Bella Durmiente. Le quedan por delante cuatro cursos para sacarse el bachillerato. Suspira: “Pero la escuela se me hace difícil. A veces me quedo dormida”.
    La lucidez de Abigaíl es demoledora. Sabe que debe buscarse la vida porque no puede esperar ninguna ayuda de las autoridades: “Se habla mucho de los derechos de los niños. Pero en Potosí esos derechos no existen. Nos maltratan. Y queremos que las autoridades nos expliquen por qué nadie protege nuestros derechos, por qué no vienen a visitar nuestras casas en la bocamina. Nosotros tenemos miedo. Pero ellos están muy ocupados”......

    Actividades
    1-¿Cuál es el miedo de los habitantes de Potosí? ¿En qué fundamentan su temor?
    2-Describe el trabajo que hacen en la mina, explica como extraen el mineral los niños.
    3-Trabajar en la mina supone riesgos para la salud y accidentes. Menciona que tipos de enfermedades y accidentes pueden ocurrir en la mina.
    4-Cuenta la historia de la Abigail. Ella tiene miedos¿Cuáles?
    5-Abigail recibe ayuda de una organización, Cepromin. Redacta el final que quisieras imaginando lo mejor para Abigail.
    6-Investiga sobre los Derechos del niño y organismos que apoyan y difunden los derechos.

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