Segundo año

jueves, 4 de septiembre de 2014

Dorrego


Dorrego
El 1º de diciembre de 1828 el general unitario Juan Galo de Lavalle encabezó una revolución contra el gobierno del coronel Manuel Dorrego, quien en 1827 había sido elegido gobernador y capitán general de la provincia de Buenos Aires. Ese mismo día Lavalle fue nombrado gobernador interino mientras Dorrego se retiraba a la campaña con el objeto de reunir fuerzas para resistir el alzamiento. Pocos días más tarde Dorrego fue capturado y el 13 de diciembre, sin proceso ni juicio previo, fue fusilado por orden de Lavalle. Transcribimos a continuación, un fragmento del libro Historia de la Confederación Argentina, de Adolfo Saldías, donde relata los episodios que van desde el momento del levantamiento hasta el fusilamiento.
Fuente: Adolfo Saldías, Historia de la Confederación Argentina, tomo II, La Guerra y la Política Constitucional, Buenos Aires, Orientación Cultural Editores, 1958, págs. 69-85.
El doctor Agüero…y sus copartidarios conspiraban contra Dorrego desde que éste subió al gobierno. Dorrego, por sobre haber contribuido en primera línea a derrocar la presidencia, inspirábale ese rencor incurable, ese despecho cada día más amargo que suelen recoger ciertos políticos cuando, en oposición larga y brillante, satisfacen ciertas manifestaciones de su espíritu, haciendo sentir su capacidad para desbaratar los planes de quienes se creen unitarios, reuníanse secretamente con el designio de restaurarse en el gobierno y de concluir con Dorrego, que era un obstáculo para ellos en Buenos Aires. Esto era lo positivo, aunque no encuadrase con las pomposas declaraciones que desde el gobierno del general Martín Rodríguez hicieron los hombres de ese partido respecto de la necesidad de cimentar los gobiernos legalmente constituidos. La autoridad que investía Dorrego derivaba del derecho y de la ley. Nadie lo había puesto en tela de juicio, que hasta el mismo Congreso unitario, empeñado en ejercitar funciones legislativas, había consagrado esa legalidad examinando las actas electorales de los representantes del pueblo y campañas de Buenos Aires, que eligieron a Dorrego gobernador de la Provincia con arreglo a las leyes vigentes de 1821 y de 1823.
Desde fines del año anterior, ya se dejaban sentir estos trabajos, aun en el mismo ejército de operaciones contra el Imperio del Brasil. “Siguen los rumores, -escribíale al general Lavalleja el general Balcarce, ministro de Dorrego,- de que el general Paz se retira del ejército, como que a este respecto, según noticias contestes, trabajan mucho los unitarios; lo mismo que acerca de la separación de todos los que pueden ser de algún provecho a la presente administración. Es necesario que usted se conserve muy vigilante, porque estos hombres todo lo penetran…” 1
La prensa de los unitarios, salida de quicio, se encargó de justificar que los rumores se convertirían en hechos, a tal punto que, como el gobierno, a las provocaciones de que era objeto respondiera que no descendería al terreno personalísimo a que se le llamaba, El Granizo anticipaba pura y simplemente que el señor Dorrego descendería mal que le pesara. El próximo regreso de las divisiones del ejército republicano, para cuyo desembarco y recepción el gobierno hacía grandes preparativos, fue saludado por la prensa de los unitarios casi como un triunfo de la revolución, como si en efecto los soldados de la Nación no tuvieran más que entrar en Buenos Aires para que cayese al suelo el gobierno de Dorrego. Se hablaba de la revolución públicamente, y hasta se anticipaba cómo se llevaría  cabo. Así, en 21 de noviembre (1828) le escribía al general Rivera su agente y amigo don Julián Espinosa, siempre bien impuesto de las novedades políticas: “La llegada de estas tropas hace recelar a algunos de que van a servir para hacer una revolución contra el gobierno, de cuya revolución hace ocho días que se habla públicamente: por los datos que yo tengo, no encuentro dificultad en que se verifique, mucho más si se hace militarmente. Me han asegurado que piensan poner al general don Juan Lavalle de gobernador, y que van a desconocer la Junta de la Provincia: si esto sucede vendremos a quedar gobernados por la espada…”. 2
Para conjugar la borrasca, el gobierno de Dorrego había echado mano de medidas represivas cuyo alcance dependía de su poder para hacerlas cumplir. A la ley de 8 de mayo que restringía la libertad de imprenta, se sucedió la política de exclusivismo que estrechaba cada vez más las filas del partido gubernista: las venganzas particulares ejercidas en la persona de periodistas de la oposición, y las destituciones de empleados y de jefes de nota como el coronel Rauch, quien desde tiempo atrás presentaba importantes servicios en la frontera. Se sabe cuál es el resultado de estas medidas coercitivas: retemplar el espíritu de los excluidos y dar nuevas armas a la oposición. Esta se sintió más fuerte, y se preparó a levantar a sus hombres principales, haciendo triunfar sus listas en las elecciones de diputados que iban a verificarse.
El gobierno cometió la imprudencia de colocar gruesos piquetes de solados en el atrio de los templos, el día en que debían tener lugar las elecciones. Cuando los unitarios concurrieron a votar, sus contrarios rompieron en manifestaciones hostiles. El general Juan Lavalle, que acababa de llegar de la campaña contra el Brasil, al frente de la 1º división del ejército, se aproximó a un atrio. Un oficial le cerró el paso. Lavalle, que había contenido al mismo Bolívar en sus raptos de orgullo, contuvo al oficial diciéndole: “Es indecoroso que un militar que debe honrar su espada esgrimiéndola contra los enemigos de la patria, la desnude contra el pueblo indefenso que viene a ejercer el primero de sus derechos: dé usted paso al general Lavalle”. Y pasó a hizo votar a sus amigos 3. En alguna otra parroquia, jefes de alta graduación obtuvieron igual acatamiento de parte de la fuerza de línea apostada; pero, en general, la oposición, que se hallaba en visible minoría, no pudo o no quiso votar; y esto dio pábulo a las escenas que comenzaron el día 1º de diciembre abriendo la era de la tremenda guerra civil argentina.
El coronel Dorrego conocía los méritos del general Lavalle. No ignoraba que éste traía resentimientos profundos y que calificaba duramente la conducta del gobierno, en la negociación de la paz con el Brasil. Pero no imaginó que Lavalle empezaba a ser jefe de partido, a pesar de que se lo indicaban claramente las manifestaciones de que aquél había sido objeto de parte de los personajes de la oposición, y la espontaneidad con que éstos habían aceptado su dirección en las elecciones últimas. Así fue que cuando uno de sus amigos le repitió que Lavalle era el jefe de la evolución, Dorrego le respondió con franca sonrisa, “No lo creo: Lavalle es un veterano que no sabe hacer revoluciones con la tropa de línea”. Y como el mismo personaje agregara que hombres como Agüero, Carril, Cruz, Gallardo, Varela, Alsina y toda la oposición estaba de acuerdo a ese respecto, Dorrego mandó llamar con urgencia a Lavalle, y le dijo a su interlocutor: “Ya verá usted: Lavalle es un bravo a quien han podido marear sugestiones dañinas, pero que dentro de dos horas será mi mejor amigo”.
El desgraciado coronel Dorrego padeció esta vez del mal de la alucinación. El dado estaba tirado. Una de las medidas más tremendas de que echan mano los partidos políticos iba a cumplirse, y el más fuerte iba a decidir. Todo lo que había oído el gobernador era exacto. Lavalle, aclamado en reuniones secretas como jefe de la oposición aclamado e reuniones secretas como jefe de la oposición y tomando sobre sí la responsabilidad de los sucesos, estaba resuelto a deponer al coronel Dorrego y a quebrar para siempre su influencia. Cuando se le comunicó la orden de éste, respondióle airado al edecán que se la transmitía: “Dígale usted al gobernador Dorrego que mal puede ejercer mando sobre un jefe de la Nación como es el general Lavalle, quien como él ha derrocado las autoridades nacionales para colocarse en un puesto del que lo hará descender, porque tal es la voluntad del pueblo, al cual tiene oprimido”.
Era el general don Juan Lavalle el tipo del soldado caballero, que se había creado fama singular con su sable corvo de granaderos a caballo, batallando por la independencia de América desde las riberas del Paraná hasta las montañas de Ecuador. Culto, apuesto y atrayente, distinguíase por el orgullo que tenía de su valer, y por la altivez genial con que se levantaba para inclinar a los hombres o traer las cosas dentro de la órbita de sus miras limitadas, pero iluminadas por cierta perspicacia, en la que confiaba con el fervor de la sangre andaluza que inflamaba sus venas. El entusiasmo fácil se apoderaba de su espíritu impresionable, y se diría que actuaba como un explosivo. Sus resoluciones saltaban como ímpetus, y los obstáculos suscitábanle arranques violentos, como esas bocanadas del Pampero que a todo se sobreponen. Cuando Bolívar estaba en el apogeo de su gloria, Lavalle, mayor entonces, osó replicarle con entereza. “Estoy habituado a fusilar generales insubordinados”, díjole colérico el libertador. “Esos generales, exclamó Lavalle, no tenía espada como ésta.” El mariscal Arenales, instruido por falsos informes, le increpó delante de oficiales el haber abandonado su puesto frente al enemigo; siendo así que había avanzado y acuchillado a los realistas en Pasco. El cargo era una especie de muerte de vergüenza para Lavalle. Muerte por muerte, él la desafió de veras tomando a su general por el brazo y dándole un mentís estupendo. Arenales lo llamó a poco, y en presencia de los mismos oficiales lo felicitó por el triunfo de Pasco. Lavalle se inclinó ante el mimado de San Martín, y le presentó sus excusas. “Si usted no hubiese procedido así, le dijo Arenales, lo habría hecho fusilar inmediatamente.” En épocas medioevales, Lavalle habría ostentado brillante empresa en su escudo; que en justas galantes y en lides de romance, habríale disputado e paso al primer barón cristiano, y lanzándose adelante, sable en mano, y el pecho dilatado con los alientos del combate, para satisfacer las grandes exigencias de su idealismo heroico. En la persecución de Chacabuco, trabóse en singular combate con un arrogante granadero español; y en Río Bamba, repelido tres veces por un enemigo muy superior, llevó todavía otra carga hasta quedar vencedor. Tal era el hombre que, como jefe de los unitarios, por la primera vez en su vida debía mandar a sus gloriosos soldados a derramar sangre de los hermanos y a morir a manos de éstos.
El gobierno tocó todos los medios para atraerse las tropas que debían producir el movimiento; pero las cosas habían llegado a tal grado, que la situación sólo podía despejarse a condición de que el gobernador Dorrego la abandonase a sus adversarios, poniéndose fuera del alcance de éstos. Los allegados de Dorrego tentaron como último recurso el neutralizar los principales jefes comprometidos en la revolución; y la tradición ha conservado episodios de esos días, por los cuales se ve que hasta las mujeres tomaron parte en la política revolucionaria.
Se sabía que el coronel Olavarría era el principal apoyo del general Lavalle, así por su bravura legendaria como por el sencillo cariño que le profesaba a éste, a cuyo lado siempre batalló. (…)
Al amanecer del 1º de diciembre de 1828, el general Lavalle y el coronel Olavarría, al frente de la infantería y caballería de la 1ª. División del ejército, penetraron en la plaza de la Victoria, después de guarnecer los puntos más importantes de la ciudad. Todos los directoriales y unitarios acudieron a vitorear al general Lavalle. Este explicó la presencia de las tropas declarando que venía a apoyar la voluntad del pueblo, y después de dejarlas a cargo del coronel Olavarría, se dirigió al Cabildo acompañado de los hombres que figuraron en el gobierno de la presidencia. Sin elementos para contrarrestar la fuerza de línea, el gobernador Dorrego abandonó la fortaleza y se dirigió al campamento del coronel Juan Manuel de Rosas, quien le entregó las milicias de su mando, en número de 1000 hombres, incluyendo los indígenas sometidos. Los ministros Guido y Balcarce comunicaron a Lavalle la ausencia del gobierno, y éste declaró al emisario, el general Enrique Martínez, que, puesto que el gobierno había caducado de hecho, invitaría al pueblo para que deliberase acerca de lo que debía hacerse.
En esa misma tarde se reunieron en la capilla de San Roque buen número de vecinos conocidos de Buenos Aires y de partidarios de la revolución. Ninguna de las muchas revoluciones que se sucedieron en Buenos Aires desde el año 1810, si se exceptúa la de 8 de octubre de 1812, habíase operado por los auspicios del ejército. Este fue, cuando más, fuerza concurrente, y se componía principalmente de las milicias urbanas, divididas por las pasiones del momento. Pero  no fue fuerza suficiente, como en la revolución del 1º de diciembre de 1828. De no ser esta circunstancia, la Asamblea en el templo de San Roque, por sus exteroridades teatrales y por las formas del procedimiento, era un remedo de las que tenían lugar durante la anarquía del año XX, cuando cada día había un pueblo dispuesto a darse nuevas autoridades. El doctor Agüero, ex ministro de la presidencia, explicó las razones del movimiento, ajustando los hechos a las exigencias de su retórica, y declarando con énfasis triunfante que era el pueblo quien debía resolver lo que se haría. Después de muchas proposiciones, “el pueblo” aclamó al general Lavalle gobernador provisorio de la Provincia y votó la convocatoria a elecciones de los diputados que debería nombrar el gobernador propietario.
A la noticia de que el gobernador Dorrego reunía fuerzas en la campaña para sostener su autoridad, el general Lavalle delegó el mando en el almirante Brown, y al frente de 500 veteranos de caballería se dirigió en busca de aquel; siendo, por lo demás, infructuosa la conciliación propuesta los señores Guido y Anchorena, sobre la base de la renuncia de Dorrego y nombramiento de Alvear. No obstante que su fuerza se componía de grupos más o menos numerosos de milicianos sin organización, y de que el coronel Rosas opinaba que por el momento debía internarse en la campaña y reunir fuerzas respetables, el gobernador se propuso esperar al general revolucionario. He aquí cómo, después de muchos años, da cuenta de esto el mismo Rosas: “Al ponerme con esos grupos a sus órdenes y pedirme S.E. opinión, le dije que sin pérdida de tiempo me ordenara dirigirme al Sur, para formar allí un cuerpo de ejército que aumentaría cada día en número y organización; que S.E. tomara los grupos del Norte, y se dirigiera esa misma noche a esa campaña. Si el general enemigo, agregué, sigue a V.E., yo le llamaré la atención por la retaguardia, para obligarlo a volver sobre la fuerza de mi mando… Ni V.E. ni yo debemos admitir una batalla, en la seguridad de que a la larga las tropas de línea de que se compone el ejército enemigo, quedarían reducidas a nada. S.E. aprobó mi plan, y me dio sus órdenes de conformidad, delante de dos jefes de crédito. Pero me obligó a que lo acompañase esa noche hasta Navarro, para de allí irme al Sur y él al Norte. Tuve que obedecerle. Esa marcha fue un desorden. No pude encontrar esa noche a S.E. cerca de Navarro para despedirme y decirle no debíamos parar; porque si el enemigo había trasnochado como nosotros, nos atacaría, sin darnos tiempo para retirarnos en orden” 4.
Lo que preveía Rosas sucedió. El gobernador fue envuelto en la dispersión de sus tropas ante la carga que le llevó Lavalle el 9 de diciembre 5. “Mandé decir a S.E. con varios chasques, continúa Rosas, que el enemigo se aproximaba y que no perdiese tiempo: que se retirase, pues yo empezaba a hacer lo mismo. S.E. me mandó decir con repetidos enviados, no me fuese, pues que ya había formado la fuerza para cargar al enemigo, así que se acercara. Con profunda pena recibí estas órdenes. Ni tiempo tuve para formar y cargar de flanco con algunos indios de lanza, que era lo único que había con armas 6. El enemigo siguió, y los grupos mal formados por S.E. dispararon antes de ser cargados. Sabiendo que S.E. se había dirigido en fuga al Norte ordené a los indios y paisanos que tenía conmigo en el reconocimiento, se fuesen al Sur del Salado, y que allí esperasen mis órdenes, que les había de dirigir desde Santa Fe, por el desierto” 7.
En vez de seguir para el Norte, el gobernador prefirió buscar la incorporación de un regimiento de línea que, al mando del coronel Pacheco, se hallaba a inmediaciones de Areco. Este regimiento (el número 3) era el mismo que había mandado y educado el coronel Rauch, a quien Dorrego destituyó poco antes. Rauch conservaba su prestigio entre los oficiales de ese cuerpo; así fue que, lejos de prestarle obediencia, los comandantes Acha y Escribano se sublevaron contra el coronel Pacheco, redujeron a prisión a Dorrego y se pusieron con éste en marcha para la ciudad en la mañana del 11 de diciembre. El gobernador pudo dirigir dos cartas, una al gobernador delegado, en la que le decía que no dudaba de que haría valer su posición para que se le permitiera ir a los Estados Unidos por el tiempo que se le designase; y otra al ministro Díaz Vélez, en la que le pedía lo viese en el momento de su llegada a la capital, seguro de que sus adversarios aceptarían las indicaciones que él haría respecto de la cuestión que dividía a los partidos.
La noticia de estos sucesos cayó en Buenos Aires como el anuncio de la catástrofe; y así lo comprendieron la sociedad y el pueblo consternados. El cuerpo diplomático resolvió mediar a favor del desdichado gobernador; pero no tuvo eco. Los prohombres unitarios que acababan de decidir el gin del gobernador exigieron, y así lo ordenó el sustituto de Lavalle, que el comandante Escribano retrogradase hasta Navarro, donde se encontraba aquel general y que le entregase a éste el gobernador prisionero, juntamente con un pliego que contenía una carta del almirante Brown y otra del ministro Díaz Vélez, en las que ambos encarecían a Lavalle la necesidad y conveniencia de aceptar la proposición del gobernador Dorrego de salir del país y de no volver a él, bajo fianza segura 8.
Pero con anterioridad al pliego del gobernador delegado, el general Lavalle recibió cartas de los prohombres unitarios, en las que con cálculo que abruma y frialdad que aterra, le manifestaban que todo quedaría esterilizado si el gobernador Dorrego no era sacrificado inmediatamente 9. Esto mismo se sabía y se repetía en esos días tristísimos, a partir del en que el general Lavalle salió a batir al coronel Dorrego; por manera que puede decirse que el gobernador de la provincia, antes de ser tomado, ya estaba condenado a muerte por los revolucionarios unitarios del 1º de diciembre.
El criterio desprevenido se inclina a creer que fueron estos hombres quienes, haciendo pesar su autoridad sobre el ánimo impresionable del general Lavalle, decidieron con su condenación colectiva la muerte del gobernador Dorrego; por más que aquél se responsabilizase ante la historia de un hecho que debió evitar para no abrir la era de las tremendas represalias de la guerra civil. (…)
Así resulta de la nerviosa rapidez de los procedimientos con que el joven general quiere terminar de una vez la lucha ingrata que arde en su corazón, herido por dos corrientes opuestas: -la de la humanidad, que lo dilata; y la de la necesidad impuesta, que lo cierra por fin a todo otro sentimiento. Sabe que Escribano conduce a Dorrego. Pero éste no llega pronto. El 12 hace correr a Rauch para que aligere  esa marcha del calvario político. (…) Rauch llega el día 12 a Navarro. Allí está Lavalle, envuelto en un delirio más cruez que la muerte, cuya tardanza es otra especie de muerte para él… La llegada del prisionero zumba en sus oídos como el eco de un lamento. Y, sin embargo, no quiere verlo. Su delirio toma vuelos entre vapores de sangre, a través de los cuales distingue una esposa desesperada, hijos huérfanos, amigos condolidos, pueblo vengador. Pero esto es un relámpago. Una montaña de plomo lo hace descender a la realidad. Al presentarse, monstruosa, la tormenta ruge en el fondo de su ser; y vacilar le parece un crimen… el cuadro se forma bajo un sol que cae perpendicular, y que fatiga a aquellos soldados que transmontaron los Andes. La campaña es corta, pero tremenda… Una hora después, el gobernador de Buenos Aires, encargado del Ejecutivo Nacional es conducido al patíbulo improvisado junto a un corral de vacas… Va sereno del brazo del padre Castañer… entrega al coronel Lamadrid una carta para su esposa, en la que estampa el último beso de su amor; una prenda para su hija, entre la última lágrima que su valor contiene, y se sienta, perdonando a sus enemigos y pensando en Dios. El capitán Páez adelanta un pelotón del 5º de línea… levanta su espada, y el gobernador Dorrego cae bañado en su sangre. Y como si el vértigo lo hubiese impelido a mojar la pluma en esa sangre, el general Lavalle escribe inmediatamente estas líneas, en las que palpita la monstruosidad de la escena: “Participo al gobierno delegado que el coronel Dorrego acaba de ser fusilado por mi orden al frente de los regimientos que componen esta división. La historia dirá si el coronel Dorrego ha debido morir o no… su muerte es el sacrificio mayor que puedo hacer en obsequio del pueblo de Buenos Aires enlutado por él”. 10
En seguida del fusilamiento el general Lavalle llamó a los oficiales superiores en su división. Como si éstos hubiesen podido ser en algún momento jueces del primer magistrado de la provincia y de la Nación, Lavalle, paseándose precipitadamente y con alterada voz, les dijo: “Si los jefes hubiesen formado consejo de guerra para juzgar a Dorrego, todos habrían votado la muerte de éste, ¿no es verdad, señores?...Pero b asta con que yo solo sea el comprometido. Yo lo he fusilado por mi orden. La historia me juzgará.”. “Me parece que nadie contestó, agrega el entonces coronel Lamadrid, presente en ese momento; y si lo hizo alguno no lo advertí… ¿Qué razón había para fusilar a dicho magistrado, y mucho menos de aquella manera?”. 11 La excitación febril del general Lavalle no se calmó en los días siguientes, a pesar de las manifestaciones y fiestas con que sus amigos querían borrar de su ánimo y del ánimo de la población, la impresión ingrata del fusilamiento del 13 de diciembre. Uno de esos días se presentaba en el fuerte el vencedor de Ituzaingó. “Qué piensa usted de la situación, le preguntaba el general Lavalle”. –“Pienso que es insostenible, tal como está hoy.” –Es que yo no soy el hombre de 1815!” exclama furioso y dándole la espalda Lavalle, mientras Alvear se retiraba preguntándose por qué lo habría llamado para insultarle. Otro día se paseaba apresuradamente en el salón del fuerte, cuando entró Rivadavia acompañado del doctor Agüero. Conversando de la actualidad, preguntóle Rivadavia qué género de relaciones entablaría con las provincias. -“Las provincias, exclamó Lavalle, dando fuertemente con el pie en el suelo: a las provincias las voy a meter dentro de un zapato con 500 coraceros”. – “Vámonos, señor don Julián, dijo por lo bajo Rivadavia: este hombre está loco”. Tal fue la única participación que tuvo Rivadavia en la revolución de diciembre de 1828.
El general Lavalle apeló al juicio de la posteridad, como que habría sido estupendo de su parte pretender justificar el asesinato político del jefe del Estado, que él ordenó a título de militar sublevado. Este juicio no le alcanzó en vida. La pasión política o lo lapidó quince años consecutivos, o lo levantó a la altura de las personalidades heroicas. El llevó hasta la tumba el remordimiento de ese extravío de su patriotismo exacerbado por quienes tan incapaces fueron para fundar nada estable en lo sucesivo, como fieros se mostraron sus contrarios de las ventajas que obtuvieron cuando, en época luctuosa, unos y otros se buscaban para exterminarse en llanuras y montañas de la República ensangrentada. Hechos como el fusilamiento del gobernador Dorrego no se discuten: se condenan en nombre de la libertad, a la que insultan, y en homenaje a la patria, a quien enlutan.